La historia me la contó un editor: una niña fue a la biblioteca de su escuela a devolver un libro de monstruos, diciéndole a la bibliotecaria que no podía llevarlo a su casa. “No debes tener miedo, los monstruos se quedan dentro del libro y no pueden salir de ahí”, intentó consolarla, ingenua, la bibliotecaria. “No, no es por mí. Lo que pasa es que le dará miedo a mi abuelita”, le respondió la niña en el tono más serio que se puede tener a los ocho años.
Hay una pregunta de la que no se escapa ningún escritor o escritora que escriba para distintas edades ¿hay alguna diferencia entre escribir para niños y escribir para adultos? Sí, la verdad que sí. Cuando los niños son muy pequeños, digamos de seis años, es mejor privilegiar los párrafos cortos y utilizar palabras concretas en lugar de abstractas. Nada más. La muerte, el dolor, el vacío. Todo eso puede comprenderse desde los primeros años. Otra cosa diferente es que a los adultos, así como a la abuelita de la historia, nos de miedo hablar de eso. Mejor echar la culpa a los niños, “como no se enteran mucho”.
Pero pasa que los niños sí se enteran, no solo porque hay muchos que tienen acceso a la televisión o a internet, sino porque cuando menos lo esperas ahí está la vida para contarte que existe algo que se llama dolor, algo que se llama muerte, algo que se llama vacío. Quisiéramos que los niños no tuvieran que enfrentarse a ellos, por lo menos no tan temprano, pero la vida, tal como hacen esos animales salvajes que habitan los bosques y los cuentos, no parece distinguir entre criaturas grandes y pequeñas a la hora de mostrar su luz y su oscuridad.
La caperucita roja, el relato de transmisión oral de origen europeo que abuelos y abuelas, madres y padres, entregaban a los más pequeños de la comunidad, con el objetivo de explicar que más allá del espacio conocido podía haber un bosque peligroso, es tal vez el mejor ejemplo del miedo de los adultos a hablar con los niños. “Debes estar con las orejas y los ojos muy atentos de lo contrario puedes terminar en el estómago de un lobo”, eso era lo que querían decirle los mayores a los pequeños, porque ellos, los adultos, habían visto que lo que estaba más allá del espacio familiar, no siempre era un jardín tranquilo.
Pero, resulta que la historia guardada y transmitida durante siglos se topa un día con adultos ocurrente y lleno de buenas intenciones que deciden que ese conocimiento, puede ser “un poco fuerte” para los niños. Mala idea contar la versión de Charles Perrault, publicada en 1697, en la que si bien se suprimieron las escenas más crueles del cuento tradicional, no hay final feliz. Mala idea, incluso, contar la de los hermanos Grimm que, publicada en 1812, dentro de un conjunto titulado los “Cuentos de niños y del hogar” destinada a público adulto –“El libro no está escrito para niños, aunque si les gusta, tanto mejor” diría a propósito uno de los hermanos– fue finalmente adaptada, a partir de la segunda edición, al público infantil.
El espíritu de protección y cuidado de los adultos hacia los más pequeños crecería tan rápido y tan fuerte como las habichuelas mágicas de Juanito. Y llegamos así al siglo XXI: no vaya caperucita a instalar ideas machistas en las cabezas de los niños y las niñas, no vaya caperucita a entrar en sus sueños y provocarles pesadillas que los vuelvan tristes, cansados, ojerosos. La lista de los no vaya tiene más páginas que el libro.
Por suerte existen aún personas lo suficientemente malvadas para conservar versiones cercanas a los originales como los Cuentos Completos de Charles Perrault o los Cuentos de Jacob y Wilhelm Grimm. Y es que esos seres malignos que insisten en contar la historia completa saben que cuando estamos jugando, o viviendo, a veces nos hacemos daño y entonces –por más que intentaran evitarlo los adultos que rodean a ese niño que ahora llora desconsolado– de las rodillas nos brota sangre. No agua. No peces de colores.