“La vida de Chéjov” de Irene Némirovsky
Por Marcia Henríquez Bustamante
Para Irene Némirovsky, Antón Chéjov era un referente no sólo como
escritor, estaba deslumbrada por su vida, nos dice la prologuista de “La vida de
Chéjov”.
Antón Chéjov nació el 17 de enero de 1860 en Taganrog y era el tercero
entre seis hermanos (cinco hombres y una mujer). Su abuelo había
nacido siervo, pero ahorró hasta comprar su libertad y la de sus cuatro hijos
varones. Como quien añade una manzana extra a la docena, escribe Némirovsky, el amo emancipó también a la hija.
El padre de Antón era tendero. Había crecido a golpes y a golpes corregía
a los dependientes de su tienda, a su esposa y a sus hijos. El hombre no
disfrutaba ser comerciante, pero sentía pasión fanática por la iglesia. Para lucir
ese fervor religioso despertaba a los hijos de madrugada y los llevaba a maitines a cantar en el coro. Los niños regresaban a casa todavía a oscuras, con frío y muertos de sueño, pero debían quedarse levantados para abrir la tienda.
Antón va a detestar los rezos y rituales en la misma medida que su padre los adoraba.
Tenía dieciséis años cuando toda su familia se fue a Moscú y dejaron a
Antón abandonado a su suerte. Tiempo después se reunió con ellos, y para
ayudar en la economía familiar usaba su talento en escribir cuentos cómicos que después vendía. En forma paralela estudió medicina y los ingresos que percibía como médico y como escritor los destinaba mayormente a satisfacer las necesidades económicas de sus padres y hermanos. Entonces recibió una carta de un escritor ruso que le creó consciencia de su talento. En ese minuto
comprendió que tenía don para algo más importante que esos relatos burlescos
que le publicaban en revistas.
En esa época Tolstoi marcaba el camino a seguir y Chéjov procuró imitarlo,
pero mientras Tolstoi teniéndolo todo quería llevar una vida idealizada de campesino, la verdad es que Chéjov anhelaba el lujo y soñaba con lo que nunca
había tenido.
Su obra fue ultrajada primero y venerada después. Las mujeres
lo amaban, pero él se quejaba: “denme una mujer que, como la luna, no esté
diariamente en mi horizonte”.
Una famosa actriz se enamoró de él. Némirovsky asume que no llegaron a
intimar. Supone algo peor: que él se hizo el lindo; el hombre tímido que no se
atrevía a dar el primer paso. Ella necesitaba que él se decidiera, pero eso no iba a suceder porque él ya tenía en la mira a otra actriz, con la que si llegó a una
relación intensa. La nueva novia quería matrimonio. Insistió tanto que al fin se
casaron, pero siempre al estilo de Antón; en secreto.
Sufrió de tisis desde 1884 y en sus últimos años la enfermedad lo obligó a
pasar gran parte del tiempo en Yalta, cuidando de su salud. Entretanto la esposa, que tenía sus propias ambiciones, permanecía en Moscú, actuando y asistiendo a fiestas después de la función. En ese punto, de manera magistral, Némirowsky nos recuerda que, antes de morir de tuberculosis, el sueño de amor ideal del escritor ha llegado a cumplirse.
En 1903 viaja con la esposa a Moscú. A inicios de 1904 asiste al estreno de
“El jardín de los cerezos”, pero cuando sube al escenario a recibir los aplausos, el público adivina que el desenlace está cerca. Fallece ese mismo año en un hotel de Berlín.
Más allá de los hechos, esta magnífica biografía nos deja la sensación se
haber conocido a Antón Chéjov, el hombre.