Mariana Henríquez
Anagrama Narrativa Hispánica
Me advirtieron no leerlo de noche. Pamplinas!, pensé. Lo guardé en mi bolso, salí de la oficina cuando empezaba a oscurecer y caminé por las calles del centro, esquivando la basura que se amontonaba en las veredas, mostrando la honestidad brutal de una ciudad golpeada. Me detuve en un almacén atendido por una pareja de venezolanos, lo supuse por el acento, no por que hubiera entablado una conversación con ellos. Estaba cansado; el día, mes y año se habían tornado eternos. Bajando por las escaleras del metro, la mano de un chico mugriento se extendió frente a mí, impidiéndome el paso. Quise ignorarlo pero su mirada se clavó en mis ojos. Solo me dejó pasar cuando saqué la billetera de mi bolsillo y le entregué un billete de mil en su mano negra. En el andén saqué el libro y esperé paciente la entrada del vagón. Cuando las puertas del tren se abrieron frente a mi, un mar de gente se agolpó histérica, corriendo como si en ello se les fuera la vida. Sin entender, entré en el vagón que lucía vacío. Luego del timbre, las puertas se cerraron y el tren comenzó la marcha. Me senté en uno de los asientos y abrí el libro justo cuando el tren entraba al túnel. Las luces comenzaron a parpadear hasta quedar totalmente a oscuras. Escuché una respiración acelerada que no era la mía. El tren se detuvo de golpe. Después de unos segundos eternos, la luz se encendió y frente a mi, apareció un hombre totalmente demacrado.
– Veo que no entendiste la advertencia- me reprendió con voz dura, mientras dirigía su mirada al libro que yacía en mi regazo. Me puse de pie y corrí por el pasillo tan lejos como pude. La espalda del hombre permanecía inmóvil. No sé en qué momento el tren se puso al fin en movimiento, entró en la siguiente estación y sus puertas se abrieron. Agitado salí de ese infierno subterráneo. Ya en la superficie, intenté repasar confundido lo que había pasado. No tenía nada claro, sólo pude saber, luego de alzar la vista, que ya era de noche.